Compartimos una breve crónica a partir de la experiencia de correr uno de los tramos de Kilómetros de cambio.
Por Ana Teresa Toro :: Oenegé

Llegada a la Plaza pública de Aibonito del tramo 35 de Kilómetros
de cambio el pasado sábado 17 de mayo.
En la carretera de curvas entre Coamo y Aibonito hay 86 curvas. Si el número es incorrecto, la culpa se la echo a la memoria, ese lugar que es el menos confiable del cerebro. Pero de niña, recuerdo que solíamos tomar esa ruta para visitar parientes en Juana Díaz y Villalba o para ir un domingo a la Plaza de Ponce comer helados bajo aquel calor que convertía la experiencia en un evento de placer de marca mayor.
Prefería las curvas de la ruta Panorámica, entre Aibonito y Cayey. Me parecían más amables, mostraban paisaje, nubes que le hacían sombra a las montañas. En fin, la belleza siempre imponiéndose. Por eso, pasaba el rato en el carro asomada por la ventana contando las curvas. En los meses de verano, cuando ya nos acercábamos a Coamo, a veces se veían pedazos de montaña prendidos en fuego o ya chamuscados después de haberse incendiado. Bajábamos del Asomante fresco a ese otro aire tibio que nos anunciaba el camino al sur. En el camino conté 86 curvas y ese número se quedó conmigo. Ahora que lo escribo al fin, me parece exagerado, aunque después de lo vivido el pasado sábado 17 de mayo quizás me haya quedado corta.

La Procuradora de las Mujeres Astrid Piñero ofrece un
mensaje de apoyo a los corredores previo a la salida.
Conocí a Deborah Maldonado en persona cuando fui a recoger mi número y paquete para correr la carrera de diez kilómetros del Puente Teodoro Moscoso. Antes, habíamos hablado por teléfono gracias a un amigo en común que nos conectó luego de que escribiera una columna titulada Corre como nena, de cara al Medio maratón San Blás. La conexión fue inmediata. Hablamos poco, pero con intensidad, nos entendimos, no había mucho que explicar: ambas sabemos lo que pasa en la brea, lo que se transforma pisada a pisada. Nos abrazamos mientras ella seguía vendiendo camisetas, medias, gorras, contagiando a todo el que pasara frente a su mesa con su energía tan firme y potente. Habla con la conciencia de que la causa es urgente, porque lo es, pero también con la alegría de quien sabe que hay esperanza. Me comprometí a participar de uno los tramos de esta edición y ahí quedó el encuentro.
El día llegó. Decidí hacer el tramo 35 pues sería todo en Aibonito, donde nací y crecí. El tramo saldría de la Finca Happy Bee (Km 42.7) en dirección a Coamo y culminaría en la Plaza Pública Segundo Ruíz Belvis del pueblo. La atleta Tamara Pérez Hernández es la embajadora y lideraría el grupo a través del recorrido de 4.7 millas. Llegué allí a la hora indicada, había un leve retraso, pero ya se sentía el entusiasmo de lo que sucedería. Es el campo, hacía frío, alivio para el sudor que vendría después.
Poco a poco fueron llegando los y las corredoras. Tamara no paró de entusiasmar a su grupo. La Procuradora de las Mujeres, Astrid Piñero llegó hasta allí y ofreció un mensaje de aliento. Ni su reciente diagnóstico y tratamiento de cáncer le impidieron participar, un gesto que tanto el grupo, como las organizadoras del evento y embajadoras atesoraron.
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Finalmente, llegó el grupo que venía ya a oscuras corriendo desde Coamo. La embajadora Xiomara Lagos hizo el pase de batón, tanto ella como Tamara se abrazaron en complicidad y nos preparamos para salir recordando las palabras de entusiasmo que la embajadora nos había compartido minutos antes. “Cuando estén subiendo esas cuestas y sientan el dolor y quieran parar, recuerden que esto no es nada en comparación con lo que las mujeres que tienen que llegar a un albergue viven. Cuando sientan ese dolor y ganas de parar, piensen en que este dolor se termina porque este tramo lo vamos a completar, pero hay mujeres para quienes el dolor no acaba nunca”.
La voz de Deborah, ya agotada por dos días completos de jornada, se escuchaba en el micrófono, había música, ganas de correr y hasta de cantar. Pocas cosas alegran más que andar o correr de un lado a otro a favor de un propósito común. La tragedia es una máquina de esperanza, aunque a veces no lo parezca.
Los corredores del grupo que llegó nos compartieron los chalecos protectores que nos permitirían vernos en la oscuridad. Y, una vez todos juntos, empezamos a correr. Esas cuestas, las últimas de la ruta, las mismas que conté de niña cuando bajaba del frío al calor, cuando regresábamos agotadas del sur a la altura familiar de Aibonito, eran realmente castigadoras. No era una cuesta que otra, era subir unas cuantas montañas enormes, curvas y empinadas por espacio de poco más de una milla. Poco a poco fuimos cayendo. Si nos quedábamos atrás nos subían a la guagua. La idea era mantener el grupo unido y un paso similar para lograr cumplir con los tiempos del relevo. De otro modo, no se lograba recorrer la isla completa.
No contaba con ese nivel de cuestas. Corro pero no como los que corren, corren. Hice el San Blás en poco más de una hora y media por primera vez, con un entrenamiento silvestre que encontré en la web y a un año y medio de una lobectomía y toracotomía. Si suena a excusas, es porque lo son, o cuanto menos es lo que me digo para consolarme o, mejor aún, para animarme a seguir. No sé si fue falta de entrenamiento, no sé si algún día podré meter el suficiente aire a mi cuerpo como para exigirle ese esfuerzo a mi corazón y mis músculos, pero sé que esa noche no pude subirlas.

Vistazo del grupo de corredores durante una pausa en el oasis.
En la guagua, al final de la zona de cuestas, subimos como quince. Incluso algunos que se veía habían entrenado o eran atletas profesionales. La ruta a veces es muy dura incluso para quienes viven preparados. Como la vida misma, como huir de un hogar.
Al llegar a Asomante, pude correr un rato más, como dos millas. Había gente jangueando en los chinchorros, el alto parlante de las guaguas anunciaba la carrera, invitaba a donar. La gente salía de las casas, aplaudía. Seguimos. Correr en medio de esa alegría alivia cualquier dolor. Te hace olvidar hasta las cuestas.
Ya casi al final me quedé un poco atrás de nuevo. Sabía que podía con lo que quedaba de ruta, pero no al ritmo que el grupo requería. Dos corredores retrocedían en la ruta para asegurarse de que nadie se quedara atrás. Algunos habían hecho múltiples tramos en el mismo día. ¿Estás bien? Me decían. ¿Puedes? Yo asentía.
Hasta que no pude y llena de vergüenza, frustración, agotamiento y unas cuantas cosas más que aun duele contar, me subí a la guagua. Casi antes de llegar al pueblo me bajé y al menos, por dignidad -pensé- llegué corriendo. No se sintió igual, obviamente. Nunca será llegar, siempre será la ruta. Pero llegué. La plaza estaba llena de gente, hubo otro emotivo pase de batón. Esa noche correrían hasta Cayey en dos tramos más que terminarían en la Plaza pública del pueblo vecino.
Me fui caminando a la casa de mi madre. Lloré un poco, pero no de vergüenza. Lloré porque en el caminar entendí que la dignidad radica en saber cuándo pedir ayuda, en entender cuándo montarse en la guagua y dejarse llevar. También porque pude ver cómo este movimiento, Kilómetros de cambio, no sólo ofrece una metáfora perfecta para el proceso de salir de una situación de violencia, de peligro, de maltrato, sino que en su ejecución se vive pisada a pisada.
Cuando una mujer decide salir de la casa no siempre está lista, no siempre está entrenada. A veces, incluso estándolo, puede encontrarse con que las cuestas son más empinadas y la ruta tiene más obstáculos de lo que su entrenamiento o su fortaleza física y emocional le permite atravesar. Para eso están los refugios, los círculos de apoyo, de solidaridad. Por eso las embajadoras corren solas al frente y tras ellas, un grupo entero de personas que le recuerdan que no está sola. Y tras el grupo, un contingente de personas solidarias, guaguas de auspiciadores (sector privado), seguridad y salud (sector público) y voluntarios y corredores (la sociedad civil) que están listos para sostenerlas.
Dormí acurrucada a mi hijo esa noche. Salí a correr y llegué a casa. De eso se trata.
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