La organización sin fines de lucro, La Perla del Gran Precio, procura atender a su comunidad desde el amor y la empatía. Su fundadora repasa el camino recorrido.

Por Tatiana Pérez Rivera :: Oenegé


Lissette Alonso convirtió su interés en ayudar a las mujeres VIH positivas
en un propósito de vida. Foto / Javier del Valle

A Lissette Alonso no le digan que, por difícil, algo es imposible de lograr. Lo pensará, lo consultará con Dios y con otros mortales, le dará la vuelta al dilema y encontrará una respuesta. No hay de otra, así ha sido desde que en el 1986 comenzó a ver madres infectadas con VIH sin lugar a dónde ir y se le ocurrió albergarlas. ¿Dónde? Ya vería.

“No teníamos ni un centavo”, recuerda esos años en los que bajaba a repartir comida con amigos voluntarios hasta los hospitalillos de la comunidad La Perla en el Viejo San Juan.

“La experiencia con la comunidad fue maravillosa, siempre nos respetaron. Los del punto nos decían ‘¿quieres Blanca Nieves? ¿Cocodrilo?’. Y nosotros ‘no, somos cristianos’ hasta que se acostumbraron a lo que hacíamos”, recuerda sin obviar algún mal rato con los líderes del trasiego de drogas ilegales.


Varias terapias permiten encaminar la salud de las residentes del albergue. Foto / Javier del Valle

Después de todo, no era La Perla del éxito musical “Despacito”, ni la de las barras de moda actuales. Había peligro y enfermedad. Eran los años de la pandemia del VIH, época en la que no sabíamos a ciencia cierta las formas de contagio y el rechazo a los pacientes era la orden del día.

 

“Vi tantas mujeres con úlceras por la enfermedad, que tenían que prostituirse, que eran usadas por los hombres, sin bañarse, con bebés en cochecitos. Era bien triste”, relata.

 Alonso era propagandista médico, no tenía dinero, pero se encontró ofreciéndole comprar una casita en el Barrio Nuevo, una zona rural en Bayamón, a un matrimonio mayor. “Me dijeron que, con el terreno, costaba $90 mil y les dije ‘se las compro en $50 mil, les doy $3 mil el viernes, $30 mil en tres meses y en un año se las saldo’. Después pensé, ‘ahora me dirán que no’”.

“Al momento nadie se nos ha contagiado con COVID-19: ni los niños, ni las mujeres, ni los empleados, porque seguimos todos los protocolos. Estamos viviendo de nuevo un ciclo bien parecido al del SIDA”.

Pero le dijeron que sí. Y Alonso recurrió a todas las personas que conocía, a los médicos que visitaba, a iglesias hermanas hasta que logró su meta. Así nació una organización sin fines de lucro, La Perla del Gran Precio, que provee albergue de emergencia y transitorio a mujeres VIH, en etapa SIDA, usuarias de drogas y con problemas de salud mental. Se incorporaron oficialmente en el 1990. A esa casa fueron las primeras mujeres.

“Yo sabía que tenía que proveer un lugar para ellas. Era una época difícil en la que el único medicamento era el AZT, así que se me murieron muchas, pero con dignidad, con amor y limpiecitas”, dice con orgullo.

Y LLEGÓ JOSHUA


Área de juegos en el Hogar El Pequeño Joshua. Foto / Javier del Valle

Cuando al albergue de mujeres llegó una mujer con su esposo y con Joshua, su hijo de un año, la organización no los rechazó. 

Alonso ubicó al esposo en un hogar para varones, adquirió la casa vecina -de una familia preocupada porque sus hijos se podrían contagiar con VIH- y estableció “Hogar El Pequeño Joshua”, para albergar a los menores de las mujeres que vivían en el albergue. “La meta de ese proyecto era ‘que el SIDA no nos separe’, y logramos mantener a las madres y a los hijos juntos”, indica sobre el hogar que hoy atiende a 17 menores.

“Joshua es una lindura, vive en Pensilvania”, declara sobre el entonces niño, “me iba a traer a su bebé, pero llegó el COVID-19”.


Tráiler con ducha para el aseo de personas sin hogar. Foto / Javier del Valle

Ahora viven otra pandemia y la enfrentan fortalecidos por el conocimiento de la que ya vivieron con el VIH. “Al momento nadie se nos ha contagiado con COVID-19: ni los niños, ni las mujeres, ni los empleados”, celebra, “porque seguimos todos los protocolos. Estamos viviendo de nuevo un ciclo bien parecido al del SIDA”.

A sus tareas añadieron la entrega de alimentos, entre 100 y 130 de lunes a viernes, en comunidades como Los Peña, Barrio Obrero o el casco urbano de Río Piedras, entre muchas otras, y la realización de pruebas diagnósticas de COVID-19 entre poblaciones sin hogar, en alianza con otras organizaciones sin fines de lucro o agencias gubernamentales. También, cuentan con un tráiler que provee ducha para aseo de personas que viven en la calle, a las que le ofrecen ropa limpia.

MUCHO MÁS QUE HACER


Deliris Rivera, directora del Hogar El Pequeño Joshua. Foto / Javier del Valle

Cuando las mujeres albergadas en Bayamón entran a etapas estables, pasan a otra sede adquirida en Hato Rey. Se trata de la casa intermedia y allí se les prepara para que se inserten a la sociedad desde el estudio o el trabajo. En Santa Rita y en Caparra Terrace trabajan otros dos hogares permanentes para incapacitados sin hogar, con apoyo de programas gubernamentales. Entre todos los albergues atienden 100 personas.

“Yo creo en el ser humano, en la rehabilitación y en Dios. Los adictos no nacieron para estar así y yo quiero que sean felices, que vivan fuera de ese infierno”, dice Alonso sobre una de las poblaciones que atiende.


Calor de hogar en uno de los albergues. Foto / Javier del Valle

La fundadora de la organización identifica como detonantes de la drogadicción en las mujeres el abuso sexual de personas cercanas, en los varones la falta de apoyo familiar y, en ambos, la pobreza y la salud mental.

Su meta para el 2021 es lograr la certificación de la Comisión Conjunta para acceder al programa federal “Family First”.

“Todo ha valido la pena, soy una mujer satisfecha y feliz”, acaba Alonso.

Fotos / Javier del Valle

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